En septiembre de 1964 Roland Barthes (1915-1980) es invitado a dar una conferencia en el marco de un coloquio acerca de "El arte y la cultura en la civilización contemporánea". La sede del ecuentro es la Fundación Cini, en Venecia.
Este texto, resumen de la exposición, fue publicado en "Arte e Cultura nella civiltá contemporanea", volumen preparado por Piero Nardi y editado por Sansoni en la ciudad de Florencia durante 1966.
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"Querría presentar ante ustedes algunas reflexiones sobre el objeto en nuestra cultura, a la que comúnmente se califica de cultura técnica; quisiera situar estas reflexiones en el marco de una investigación que se lleva a cabo actualmente en muchos países bajo el nombre de semiología o ciencia de los signos. La semiología, o como se la denomina en inglés, la semiótica, fue postulada hace ya cincuenta años por el gran lingüista ginebrino Ferdinand de Saussure, quien había previsto que un día la lingüística no sería más que una parte de una ciencia, mucho más general, de los signos, a la que llamaba precisamente «semiología». Pero este proyecto semiológico ha recibido desde hace varios años una gran actualidad, una nueva fuerza, porque otras ciencias, otras disciplinas anexas, se han desarrollado considerablemente, en particular la teoría de la información, la lingüística estructural, la lógica formal y ciertas investigaciones de la antropología; todas estas investigaciones han coincidido para poner en primer plano la preocupación por una disciplina semiológica que estudiaría de qué manera los hombres dan sentido a las cosas. Hasta el presente, una ciencia ha estudiado de qué manera los hombres dan sentido a los sonidos articulados: es la lingüística. Pero, ¿cómo dan sentido los hombres a las cosas que no son sonidos? Esta exploración es la que tienen aún que hacer los investigadores. Si todavía no se han dado pasos decisivos, es por muchas razones; ante todo, porque sólo se han estudiado, en este plano, códigos extremadamente rudimentarios, que carecen de interés sociológico, por ejemplo el código vial; luego, porque todo lo que en el mundo genera significación está más o nos, mezclado con el lenguaje; jamás nos encontramos con objetos significantes en estado puro; el lenguaje interviene siempre, como intermediario, especialmente en los sistemas de imágenes, bajo la forma de títulos, leyendas, artículos; por eso no es justo afirmar que nos encontramos exclusivamente en una cultura de la imagen. Es, por consiguiente, dentro del cuadro general de una investigación semiológica donde yo querría presentar a ustedes algunas reflexiones, rápidas y sumarias, acerca de la manera en que los objetos pueden significar en el mundo contemporáneo. Y aquí precisaré de inmediato que otorgo un sentido muy intenso a la palabra «significar»; no hay que confundir «significar» y significar quiere decir que los objetos no transmiten solamente informaciones, sino también sistemas estructurados de signos, es decir, esencialmente sistemas de diferencias, oposiciones contrastes.
Y ante todo, ¿cómo definiremos los objetos (antes de ver cómo pueden significar)? Los diccionarios dan definiciones vagas de «objeto»: lo que se ofrece a la vista; lo que es pensado (por oposición al sujeto que piensa), en una palabra, como dice la mayor parte de los diccionarios, el objeto es alguna cosa, definición que no nos enseña nada, a menos que intentemos ver cuáles son las connotaciones de la palabra «objeto». Por mi parte, vería dos grandes grupos de connotaciones: un primer grupo constituido por lo que llamaría las connotaciones existenciales del objeto. El objeto, muy pronto, adquiere ante nuestra vista la apariencia o la existencia de una cosa que es inhumana y que se obstina en existir, un poco como el hombre; dentro de esta perspectiva hay muchos desarrollos, muchos tratamientos literarios del objeto; en La náusea, de Sartre, se consagran páginas célebres a esta especie de persistencia del objeto en estar fuera del hombre, existir fuera del hombre, provocando un sentimiento de náusea en el narrador frente a los troncos de un árbol en un jardín público, o frente a su propia mano. En otro estilo, el teatro de Ionesco nos hace asistir a una especie de proliferación extraordinaria de objetos: los objetos invaden al hombre, que no puede defenderse y que, en cierto sentido, queda ahogado por ellos. Hay también un tratamiento más estético del objeto, presentado como si escondiera una especie de esencia que hay que reconstituir, y este tratamiento es el que encontramos entre los pintores de naturalezas muertas o en el cine, en ciertos directores, cuyo estilo consiste precisamente en reflexionar sobre el objeto (pienso en Bresson); en lo que comúnmente se denomina «Nouveau Roman» hay también un tratamiento particular del objeto, descrito precisamente en su apariencia estricta. En esta dirección, pues, vemos que se produce incesantemente una especie de huida del objeto hacia lo infinitamente subjetivo y por ello mismo, precisamente, en el fondo, todas estas obras tienden a mostrar que el objeto desarrolla para el hombre una especie de absurdo, y que tiene en cierta manera el sentido de un no-sentido; así, aun dentro de esta perspectiva, nos encontramos en un clima en cierta forma semántico. Hay también otro grupo de connotaciones en las cuales me basare para seguir adelante con mi tema: se trata de las connotaciones «tecnológicas» del objeto. El objeto se define entonces como lo que es fabricado; se trata de la materia finita estandarizada, formada y normalizada, es decir, sometida a normas de fabricación y calidad; el objeto se define ahora principalmente como un elemento de consumo: cierta idea del objeto se reproduce en millones de ejemplares en el mundo, en millones de copias: un teléfono, un reloj, un bibelot, un plato, un mueble, una estilográfica, son verdaderamente lo que de ordinario llamamos objetos; el objeto no se escapa ya hacia lo infinitamente subjetivo, sino hacia lo infinitamente social. De esta última concepción del objeto quisiera partir.
Comúnmente definimos el objeto como «una cosa que sirve para alguna cosa». El objeto es, por consiguiente, a primera vista, absorbido en tina finalidad de uso, lo que se llama una función. Y por ello mismo existe, espontáneamente sentida por nosotros, una especie de transitividad del objeto: el objeto sirve al hombre para actuar sobre el mundo, para modificar el mundo, para estar en el mundo de una manera activa; el objeto es una especie de mediador entre la acción y el hombre. Se podría hacer notar en este momento, por lo demás, que no puede existir por así decirlo, un objeto para nada; hay, es verdad, objetos presentados bajo la forma de bibelots inútiles, pero estos bibelots tienen siempre una finalidad estética. La paradoja que quisiera señalar es que estos objetos que tienen siempre, en principio, una función, una utilidad, un uso, creemos vivirlos como instrumentos puros, cuando en realidad suponen Otras cosas, son también otras cosas: suponen sentido; dicho de otra manera, el objeto sirve efectivamente para alguna cosa, pero sirve también para comunicar informaciones; todo esto podríamos resumirlo en una frase diciendo que siempre hay un sentido que desborda el uso del objeto. ¿Puede imaginarse un objeto más funcional que un teléfono? Sin embargo, la apariencia de un teléfono tiene siempre un sentido independiente de su función: un teléfono blanco transmite cierta idea de lujo o de femineidad; hay teléfonos burocráticos, hay teléfonos pasados de moda, que transmiten la idea de cierta época (1925); dicho brevemente, el teléfono mismo es susceptible de formar parte de un sistema de objetos-signos; de la misma manera, una estilográfica exhibe necesariamente cierto sentido de riqueza, simplicidad, seriedad, fantasía, etcétera; los platos en que comemos tienen también un sentido y, cuando no lo tienen, cuando fingen no tenerlo, pues bien, entonces terminan precisamente teniendo el sentido de no tener ningún sentido. Por consiguiente, no hay ningún objeto que escape al sentido.
¿Cuándo se produce esta especie de semantización del objeto? ¿Cuándo comienza la semantización del objeto? Estaría tentado a responder que esto se produce desde el momento en que el objeto es producido y consumido por una sociedad de hombres, desde que es fabricado, normalizado; aquí abundarían los ejemplos históricos; por ejemplo, sabemos que ciertos soldados de la república romana solían echarse sobre las espaldas una prenda para protegerse de la lluvia, la intemperie, el viento, el frío; en ese momento, evidentemente, la prenda de vestir no existía todavía; no tenía nombre, no tenía sentido; estaba reducida a un puro uso, pero a partir del momento en que se cortaron las prendas, se las produjo en serie, se les dio una forma estandarizada, fue necesario por ello mismo encontrarles un nombre, y esta indumentaria desconocida se convirtió en la «paenula»; desde ese momento la imprecisa prenda se convirtió en vehículo de un sentido que fue el de la «militariedad». Todos los objetos que forman parte de una sociedad tienen un sentido; para encontrar objetos privados de sentido habría que imaginar objetos enteramente improvisados; pero, a decir verdad, tales objetos no se encuentran; una página célebre de Claude Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje nos dice que el bricolaje, la invención de un objeto por una aficionado, es en sí misma búsqueda e imposición de un sentido al objeto; para encontrar objetos absolutamente improvisados habría que llegar a estados absolutamente asociales; puede imaginarse, por ejemplo, que un vagabundo, improvisando calzados con papel de diario, produce un objeto perfectamente libre; pero tampoco esto sucede; muy pronto, ese diario se convertirá precisamente en el signo del vagabundo. En conclusión, la función de un objeto se convierte siempre, por lo menos, en el signo de esa misma función: no existen objetos, en nuestra sociedad, sin algún tipo de suplemento de función, un ligero énfasis que hace que los objetos por lo menos se signifiquen siempre a sí mismos. Por ejemplo, yo puedo tener realmente necesidad de telefonear y tener para eso un teléfono sobre mi mesa; esto no impide que a juicio de ciertas personas que me vendrán a ver, que no me conocen muy bien, funcione como un signo, el signo del hecho de que soy una persona que tiene necesidad de tener contactos en su profesión; y aun este vaso de agua, del que me he servido porque tengo realmente sed, no puedo, pese a todo, evitar que funcione como el signo mismo del conferenciante.
Como todo signo, el objeto se encuentra en la encrucijada de dos coordenadas, de dos definiciones. La primera de las coordenadas es la que yo llamaría una coordenada simbólica: todo objeto tiene, si puede decirse así, una profundidad metafórica, remite a un significado; el objeto tiene por lo menos un significado. Tengo allí un serie de imágenes: son imágenes tomadas de la publicidad: ustedes ven que hay aquí una lámpara, y comprendemos de inmediato que esta lámpara significa la noche, lo nocturno, más exactamente; si usted tiene una imagen de publicidad de pastas italianas (me refiero a una publicidad hecha en Francia), es evidente que el tricolor (verde, amarillo, rojo) funciona como un signo de cierta italianidad; por lo tanto, primera coordenada, la coordenada simbólica, constituida por el hecho de que todo objeto es por lo menos el significante de un significado. La segunda coordenada es lo que yo llamaría la coordenada de la clasificación, o coordenada taxonómica (la taxonomía es la ciencia de las clasificaciones); no vivimos sin albergar en nosotros, más o menos conscientemente cierta clasificación de los objetos que nos es sugerida o impuesta por nuestra sociedad. Estas clasificaciones de objetos son muy importantes en las grandes empresas o en las grandes industrias, donde se trata de saber cómo clasificar todas las piezas o todos los pernos de una máquina en los almacenes, y en las cuales, por consiguiente, hay que adoptar criterios de clasificación; hay otro orden de hechos en el cual la clasificación de los objetos tiene mucha importancia, y corresponde a un nivel muy cotidiano: el de los grandes almacenes; en los grandes almacenes hay también cierta idea de la clasificación de los objetos, y esta idea, entiéndase bien, no es gratuita, comporta cierta responsabilidad; otro ejemplo de la importancia de la clasificación de los objetos es la enciclopedia; desde el momento en que alguien se decide a hacer una enciclopedia sin optar por clasificar las palabras siguiendo el orden alfabético, se ve obligado también a hacer una clasificación de los objetos.
Una vez establecido que el objeto es siempre un signo, definido por dos coordenadas, una coordenada profunda, simbólica, y una coordenada extensa, de clasificación, quisiera decir ahora algunas palabras sobre el sistema semántico de los objetos propiamente dichos; serán observaciones prospectivas, porque la investigación seria sobre este tema está todavía por hacer. Hay, en efecto, un gran obstáculo para estudiar el sentido de los objetos, y este obstáculo yo lo llamaría el obstáculo de la evidencia: si hemos de estudiar el sentido de los objetos, tenemos que darnos a nosotros mismos una especie de sacudida, de distanciamiento, para objetivar el objeto, estructurar su significación: y para ellos hay un recurso que todo semántico del objeto puede emplear, y consiste en recurrir a un orden de representaciones donde el objeto es entregado al hombre de una manera a la vez espectacular, enfática e intencional, y ese orden está dado por la publicidad, el cine e incluso el teatro. En cuanto a los objetos tratados por el teatro, recordaré que hay indicaciones preciosas, de una extremada riqueza de inteligencia, en los comentarios de Brecht sobre algunas de sus puestas en escena; el comentario más célebre consiste en la puesta en escena de Madre Coraje, donde Brecht explica muy bien el tratamiento largo y complicado al cual hay que someter a ciertos objetos de la puesta en escena para hacerles significar cualquier concepto; porque en la ley del teatro no basta que el objeto representado sea real; hace falta que el sentido sea separado de alguna manera de la realidad: no basta presentar al público un vestido de cantinera realmente ajado para que signifique el deterioro: es preciso que usted, director, invente los signos del deterioro.
Por consiguiente, si recurriéramos a estos tipos de «corpus» bastante artificiales, pero muy valiosos, como el teatro, el cine y la publicidad, podríamos aislar, en el objeto representado, significantes y significados. Los significantes del objeto son, naturalmente, unidades materiales, como todos los significantes de todo sistema de signos, no importa cuál, es decir, colores, formas, atributos, accesorios. Yo indicaré aquí dos estados principales del significante, según un orden creciente de complejidad.
En primer lugar, un estado puramente simbólico; es lo que sucede, como ya dije, cuando un significante, es decir, un objeto, remite a un solo significado; es el caso de los grandes símbolos antropológicos, como la cruz, por ejemplo, o la media luna, es probable que la humanidad disponga aquí de una especie de reserva finita de grandes objetos simbólicos, reserva antropológica, o por lo menos ampliamente histórica, que resulta, por consiguiente, de una especie de ciencia o, en todo caso, de disciplina, que podemos llamar la simbólica; esta simbólica ha sido, en general, muy bien estudiada, en lo referente a las sociedades del pasado, por medio de las obras de arte que la ponen en funcionamiento, pero, ¿la estudiamos o nos disponemos a estudiarla en nuestra sociedad actual? Habría que preguntarse qué queda de esos grandes símbolos en una sociedad técnica como la nuestra: ¿han desaparecido esos grandes signos, se han transformado, se han ocultado? Son éstas preguntas que podríamos plantearnos. Pienso, por ejemplo, en una imagen de publicidad que se ve a veces en las carreteras francesas. Es una publicidad de una marca de camiones; es un ejemplo muy interesante, porque el publicitario que concibió ese cartel ha hecho mala publicidad, precisamente porque no pensó el problema en términos de signos; queriendo indicar que los camiones duraban mucho tiempo, representó una palma de la mano cruzada por una especie de cruz; para él, se trataba de indicar la línea de la vida del camión; pero yo estoy persuadido de que en función de las reglas mismas de la simbólica, la cruz sobre la mano es aprehendida como un símbolo de muerte: aun en el orden prosaico de la publicidad habría que buscar la organización de esta simbólica tan arcaica.
Otro caso de relación simple -estamos siempre dentro de la relación simbólica entre el objeto y un significado- es el caso de todas las relaciones desplazadas: quiero decir con esto que un objeto percibido en su integridad o, si se trata de publicidad, dado en su integridad, no significa sino por medio de uno de sus atributos. Tengo aquí dos ejemplos: una naranja, aunque representada en su integridad, no significará más que la cualidad de jugoso y refrescante: lo significado por la representación del objeto es lo jugoso, no todo el objeto; hay pues un desplazamiento del signo. Cuando se presenta una cerveza, no es esencialmente., la cerveza la que constituye el mensaje, sino el hecho de que está helada; hay también desplazamiento no por metáfora sino por metonimia, es decir, por deslizamiento del sentido. Estos tipos de significaciones metonímicas son extremadamente frecuentes en el mundo de los objetos; es un mecanismo ciertamente muy importante, porque el elemento significante es entonces perceptible -lo recibimos de una manera perfectamente clara- y sin embargo está en cierta manera anegado, naturalizado, en lo que podría llamarse el estar-ahí del objeto. Se llega de esta manera a una suerte de definición paradójica del objeto: una naranja, en este modo enfático de la publicidad, es lo jugoso más la naranja; la naranja está siempre allí como objeto natural para sustentar una de las cualidades que pasan a ser su signo.
Después de la relación puramente simbólica, vamos a examinar ahora todas las significaciones que están añadidas a las colecciones de objetos, a pluralidades organizadas de objetos; son los casos en los que el sentido no nace de un objeto sino de una colección inteligible de objetos: el sentido aparece de alguna manera extendido. Hay que tener cuidado aquí en comparar el objeto con la palabra que estudia la lingüística y la colección de objetos con la oración: sería una comparación inexacta, porque el objeto aislado es ya una oración; es una cuestión que los lingüistas han elucidado bien, la cuestión de las palabras-oraciones; cuando usted ve en el cine un revólver, el revólver no es el equivalente de la palabra en relación a un conjunto más grande; el revólver es ya él mismo una oración, una oración evidentemente muy simple, cuyo equivalente lingüístico es: «He aquí un revólver.» Dicho de otra manera, el objeto no está nunca -en el mundo en que vivimos- en el estado de elemento de una nomenclatura. Las colecciones significantes de objetos son numerosas, especialmente en la publicidad. He mostrado un hombre que lee de noche: hay en esta imagen cuatro o cinco objetos significantes que coinciden para transmitir un sentido global único, el de distensión, descanso: está la lámpara, está la comodidad del jersey de lana gruesa, está el sillón de cuero, está el diario; el diario no es un libro; no es algo tan serio, es una distracción: todo esto quiere decir que uno puede beber tranquilamente un café, por la noche, sin excitarse. Estas composiciones de objetos son sintagmas, es decir, fragmentos extensos de signos. La sintaxis de los objetos es evidentemente una sintaxis muy elemental. Cuando colocamos juntos varios objetos es imposible atribuirles coordinaciones tan complicadas como las que se atribuyen en el lenguaje humano. En realidad, los objetos -sean los objetos de la imagen o los objetos reales de una obra teatral o de una calle- están ligados por una única forma de conexión, que es la parataxis, es decir, la yuxtaposición pura y simple de elementos. Esta clase de parataxis de los objetos es muy frecuente en la vida: es el régimen al que están sometidos, por ejemplo, todos los muebles de una habitación. El mobiliario de una habitación converge en un sentido final (un «estilo») mediante la sola yuxtaposición de elementos. Un ejemplo: se trata de la publicidad de una marca de té; es necesario, pues, significar no Inglaterra, porque las cosas son más sutiles, sino la anglicidad o la britanicidad, si puedo decirlo así, es decir, una especie de identidad enfática del inglés: tenemos, pues, aquí, mediante un sintagma minuciosamente compuesto, el cortinaje de las mansiones coloniales, la ropa del hombre, sus bigotes, el gusto típico de los ingleses por la náutica y la hípica, que está presente en las reproducciones en miniatura de esos navíos, en esos caballos de bronce, y finalmente leemos espontáneamente en esta imagen, a causa sólo de la yuxtaposición de cierto número de objetos, un significado extremadamente intenso, que es precisamente la anglicidad de la que hablaba.
¿Cuáles son los significados de estos sistemas de objetos, cuáles son las informaciones transmitidas por los objetos? Aquí no podemos dar más que una respuesta ambigua, porque los significados de los objetos dependen mucho no del emisor del mensaje sino del receptor, es decir, del lector del objeto. En efecto; el objeto es polisémico, es decir, se ofrece fácilmente a muchas lecturas de sentido: frente aun objeto, hay casi siempre muchas lecturas posibles, y esto no sólo si se pasa de un lector a otro, sino que también, algunas veces, en el interior de cada hombre hay varios léxicos, varias reservas de lectura, según el número de saberes, de niveles culturales de los que dispone. Todos los grados de saber, de cultura y de situación son posibles frente a un objeto y una colocación de objetos. Podemos incluso imaginar que frente a un objeto o una colección de objetos aplicamos una lectura propiamente individual, que invertimos en el espectáculo del objeto lo que se podría llamar nuestra propia psykhe: sabemos que el objeto puede suscitar en nosotros lecturas de nivel psicoanalítico. Esto no elimina la naturaleza sistemática, la naturaleza codificada del objeto. Sabemos que, aun descendiendo a lo más profundo de lo individual, no se escapa con ello al sentido. Si se propone el test de Rorschach a millares de sujetos, se llega a una tipología muy estricta de las respuestas; cuanto más creemos descender en la reacción individual, más encontramos sentidos en cierta forma simples y codificados: en cualquier nivel que nos coloquemos en esta operación de lectura del objeto comprobamos que el sentido atraviesa siempre de parte a parte al hombre y al objeto.
¿Existen objetos fuera del sentido, es decir, casos límites? Un objeto no significante, no bien es tomado a su cargo por una sociedad -y es imposible que esto suceda- funciona por lo menos como signo de lo insignificante, se significa como insignificante. Es un caso que puede observarse en el cine: es posible encontrar directores cuyo arte consiste en sugerir, por los motivos mismos del argumento, objetos insignificantes; el objeto insólito en sí no está fuera del sentido; hay que buscar el sentido: hay objetos delante de los que nos preguntaremos: ¿qué es esto? Eso genera una forma ligeramente traumática, pero esta inquietud, finalmente, no dura, los objetos proporcionan por sí mismos cierta respuesta, y con ello, cierto apaciguamiento. Hablando de manera general, en nuestra sociedad no hay objetos que no terminen por proporcionar un sentido y reintegrar ese gran código de los objetos en medio del cual vivimos.
Hemos llevado a cabo una especie de descomposición ideal del objeto. En un primer tiempo (todo esto ha sido puramente operacional), hemos comprobado que el objeto se presenta siempre ante nosotros como un útil funcional: es tan sólo un uso, un mediador entre el hombre y el mundo: el teléfono sirve para telefonear, la naranja para alimentarse. Luego, en un segundo tiempo, hemos visto que, en realidad, la función sustenta siempre un sentido. El teléfono indica un cierto modo de actividad en el mundo, la naranja significa la vitamina, el jugo vitaminado. Pero sabemos que el sentido es un proceso no de acción sino de equivalencias; dicho de otra manera, el sentido no tiene un valor transitivo; el sentido es de alguna manera inerte, inmóvil; puede, por ende, decirse que en el objeto hay una suerte de lucha entre la actividad de su función y la inactividad de su significación. El sentido desactiva el objeto, lo vuelve intransitivo, le asigna un lugar establecido en lo que se podría llamar un cuadro vivo del imaginario humano. Estos dos tiempos, a mi entender, no son suficientes para explicar el trayecto del objeto; añadiré por mi parte un tercero: es el momento en que se produce una especie de movimiento de retorno que va a llevar al objeto el signo a la función, pero de una manera un poco particular. En efecto, los objetos no nos dan lo que son de una manera franca, declarada. Cuando leemos una señal del código de circulación recibimos un mensaje absolutamente franco; ese mensaje no juega al no-mensaje, se brinda verdaderamente como un mensaje. De la misma manera, cuando leemos letras impresas tenemos la conciencia de percibir un mensaje. A la inversa, el objeto que nos sugiere sigue siendo sin embargo siempre a nuestros ojos un objeto funcional: el objeto parece siempre funcional, en el momento mismo en que lo leemos como un signo. Pensamos que un impermeable sirve para proteger de la lluvia, aun cuando lo leamos corno el signo de una situación atmosférica. Esta última transformación del signo en función utópica, irreal (la moda puede proponer impermeables que no podrían proteger en absoluto de la lluvia), es, creo, un gran hecho ideológico, sobre todo en nuestra sociedad. El sentido es siempre un hecho de cultura, un producto de la cultura; ahora bien, en nuestra sociedad ese hecho de cultura, es incesantemente naturalizado, reconvertido en naturaleza, por la palabra que nos hace creer en una situación puramente transitiva del objeto. Creemos encontrarnos en un mundo práctico de usos, de funciones, de domesticación total del objeto, y en realidad estamos también, por los objetos, en un mundo de sentido, de razones, de coartadas: la función hace nacer al signo, pero este signo es reconvertido en el espectáculo de una función. Creo que precisamente esta conversión de la cultura en pseudonaturaleza es lo que puede definir la ideología de nuestra sociedad".
Y ante todo, ¿cómo definiremos los objetos (antes de ver cómo pueden significar)? Los diccionarios dan definiciones vagas de «objeto»: lo que se ofrece a la vista; lo que es pensado (por oposición al sujeto que piensa), en una palabra, como dice la mayor parte de los diccionarios, el objeto es alguna cosa, definición que no nos enseña nada, a menos que intentemos ver cuáles son las connotaciones de la palabra «objeto». Por mi parte, vería dos grandes grupos de connotaciones: un primer grupo constituido por lo que llamaría las connotaciones existenciales del objeto. El objeto, muy pronto, adquiere ante nuestra vista la apariencia o la existencia de una cosa que es inhumana y que se obstina en existir, un poco como el hombre; dentro de esta perspectiva hay muchos desarrollos, muchos tratamientos literarios del objeto; en La náusea, de Sartre, se consagran páginas célebres a esta especie de persistencia del objeto en estar fuera del hombre, existir fuera del hombre, provocando un sentimiento de náusea en el narrador frente a los troncos de un árbol en un jardín público, o frente a su propia mano. En otro estilo, el teatro de Ionesco nos hace asistir a una especie de proliferación extraordinaria de objetos: los objetos invaden al hombre, que no puede defenderse y que, en cierto sentido, queda ahogado por ellos. Hay también un tratamiento más estético del objeto, presentado como si escondiera una especie de esencia que hay que reconstituir, y este tratamiento es el que encontramos entre los pintores de naturalezas muertas o en el cine, en ciertos directores, cuyo estilo consiste precisamente en reflexionar sobre el objeto (pienso en Bresson); en lo que comúnmente se denomina «Nouveau Roman» hay también un tratamiento particular del objeto, descrito precisamente en su apariencia estricta. En esta dirección, pues, vemos que se produce incesantemente una especie de huida del objeto hacia lo infinitamente subjetivo y por ello mismo, precisamente, en el fondo, todas estas obras tienden a mostrar que el objeto desarrolla para el hombre una especie de absurdo, y que tiene en cierta manera el sentido de un no-sentido; así, aun dentro de esta perspectiva, nos encontramos en un clima en cierta forma semántico. Hay también otro grupo de connotaciones en las cuales me basare para seguir adelante con mi tema: se trata de las connotaciones «tecnológicas» del objeto. El objeto se define entonces como lo que es fabricado; se trata de la materia finita estandarizada, formada y normalizada, es decir, sometida a normas de fabricación y calidad; el objeto se define ahora principalmente como un elemento de consumo: cierta idea del objeto se reproduce en millones de ejemplares en el mundo, en millones de copias: un teléfono, un reloj, un bibelot, un plato, un mueble, una estilográfica, son verdaderamente lo que de ordinario llamamos objetos; el objeto no se escapa ya hacia lo infinitamente subjetivo, sino hacia lo infinitamente social. De esta última concepción del objeto quisiera partir.
Comúnmente definimos el objeto como «una cosa que sirve para alguna cosa». El objeto es, por consiguiente, a primera vista, absorbido en tina finalidad de uso, lo que se llama una función. Y por ello mismo existe, espontáneamente sentida por nosotros, una especie de transitividad del objeto: el objeto sirve al hombre para actuar sobre el mundo, para modificar el mundo, para estar en el mundo de una manera activa; el objeto es una especie de mediador entre la acción y el hombre. Se podría hacer notar en este momento, por lo demás, que no puede existir por así decirlo, un objeto para nada; hay, es verdad, objetos presentados bajo la forma de bibelots inútiles, pero estos bibelots tienen siempre una finalidad estética. La paradoja que quisiera señalar es que estos objetos que tienen siempre, en principio, una función, una utilidad, un uso, creemos vivirlos como instrumentos puros, cuando en realidad suponen Otras cosas, son también otras cosas: suponen sentido; dicho de otra manera, el objeto sirve efectivamente para alguna cosa, pero sirve también para comunicar informaciones; todo esto podríamos resumirlo en una frase diciendo que siempre hay un sentido que desborda el uso del objeto. ¿Puede imaginarse un objeto más funcional que un teléfono? Sin embargo, la apariencia de un teléfono tiene siempre un sentido independiente de su función: un teléfono blanco transmite cierta idea de lujo o de femineidad; hay teléfonos burocráticos, hay teléfonos pasados de moda, que transmiten la idea de cierta época (1925); dicho brevemente, el teléfono mismo es susceptible de formar parte de un sistema de objetos-signos; de la misma manera, una estilográfica exhibe necesariamente cierto sentido de riqueza, simplicidad, seriedad, fantasía, etcétera; los platos en que comemos tienen también un sentido y, cuando no lo tienen, cuando fingen no tenerlo, pues bien, entonces terminan precisamente teniendo el sentido de no tener ningún sentido. Por consiguiente, no hay ningún objeto que escape al sentido.
¿Cuándo se produce esta especie de semantización del objeto? ¿Cuándo comienza la semantización del objeto? Estaría tentado a responder que esto se produce desde el momento en que el objeto es producido y consumido por una sociedad de hombres, desde que es fabricado, normalizado; aquí abundarían los ejemplos históricos; por ejemplo, sabemos que ciertos soldados de la república romana solían echarse sobre las espaldas una prenda para protegerse de la lluvia, la intemperie, el viento, el frío; en ese momento, evidentemente, la prenda de vestir no existía todavía; no tenía nombre, no tenía sentido; estaba reducida a un puro uso, pero a partir del momento en que se cortaron las prendas, se las produjo en serie, se les dio una forma estandarizada, fue necesario por ello mismo encontrarles un nombre, y esta indumentaria desconocida se convirtió en la «paenula»; desde ese momento la imprecisa prenda se convirtió en vehículo de un sentido que fue el de la «militariedad». Todos los objetos que forman parte de una sociedad tienen un sentido; para encontrar objetos privados de sentido habría que imaginar objetos enteramente improvisados; pero, a decir verdad, tales objetos no se encuentran; una página célebre de Claude Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje nos dice que el bricolaje, la invención de un objeto por una aficionado, es en sí misma búsqueda e imposición de un sentido al objeto; para encontrar objetos absolutamente improvisados habría que llegar a estados absolutamente asociales; puede imaginarse, por ejemplo, que un vagabundo, improvisando calzados con papel de diario, produce un objeto perfectamente libre; pero tampoco esto sucede; muy pronto, ese diario se convertirá precisamente en el signo del vagabundo. En conclusión, la función de un objeto se convierte siempre, por lo menos, en el signo de esa misma función: no existen objetos, en nuestra sociedad, sin algún tipo de suplemento de función, un ligero énfasis que hace que los objetos por lo menos se signifiquen siempre a sí mismos. Por ejemplo, yo puedo tener realmente necesidad de telefonear y tener para eso un teléfono sobre mi mesa; esto no impide que a juicio de ciertas personas que me vendrán a ver, que no me conocen muy bien, funcione como un signo, el signo del hecho de que soy una persona que tiene necesidad de tener contactos en su profesión; y aun este vaso de agua, del que me he servido porque tengo realmente sed, no puedo, pese a todo, evitar que funcione como el signo mismo del conferenciante.
Como todo signo, el objeto se encuentra en la encrucijada de dos coordenadas, de dos definiciones. La primera de las coordenadas es la que yo llamaría una coordenada simbólica: todo objeto tiene, si puede decirse así, una profundidad metafórica, remite a un significado; el objeto tiene por lo menos un significado. Tengo allí un serie de imágenes: son imágenes tomadas de la publicidad: ustedes ven que hay aquí una lámpara, y comprendemos de inmediato que esta lámpara significa la noche, lo nocturno, más exactamente; si usted tiene una imagen de publicidad de pastas italianas (me refiero a una publicidad hecha en Francia), es evidente que el tricolor (verde, amarillo, rojo) funciona como un signo de cierta italianidad; por lo tanto, primera coordenada, la coordenada simbólica, constituida por el hecho de que todo objeto es por lo menos el significante de un significado. La segunda coordenada es lo que yo llamaría la coordenada de la clasificación, o coordenada taxonómica (la taxonomía es la ciencia de las clasificaciones); no vivimos sin albergar en nosotros, más o menos conscientemente cierta clasificación de los objetos que nos es sugerida o impuesta por nuestra sociedad. Estas clasificaciones de objetos son muy importantes en las grandes empresas o en las grandes industrias, donde se trata de saber cómo clasificar todas las piezas o todos los pernos de una máquina en los almacenes, y en las cuales, por consiguiente, hay que adoptar criterios de clasificación; hay otro orden de hechos en el cual la clasificación de los objetos tiene mucha importancia, y corresponde a un nivel muy cotidiano: el de los grandes almacenes; en los grandes almacenes hay también cierta idea de la clasificación de los objetos, y esta idea, entiéndase bien, no es gratuita, comporta cierta responsabilidad; otro ejemplo de la importancia de la clasificación de los objetos es la enciclopedia; desde el momento en que alguien se decide a hacer una enciclopedia sin optar por clasificar las palabras siguiendo el orden alfabético, se ve obligado también a hacer una clasificación de los objetos.
Una vez establecido que el objeto es siempre un signo, definido por dos coordenadas, una coordenada profunda, simbólica, y una coordenada extensa, de clasificación, quisiera decir ahora algunas palabras sobre el sistema semántico de los objetos propiamente dichos; serán observaciones prospectivas, porque la investigación seria sobre este tema está todavía por hacer. Hay, en efecto, un gran obstáculo para estudiar el sentido de los objetos, y este obstáculo yo lo llamaría el obstáculo de la evidencia: si hemos de estudiar el sentido de los objetos, tenemos que darnos a nosotros mismos una especie de sacudida, de distanciamiento, para objetivar el objeto, estructurar su significación: y para ellos hay un recurso que todo semántico del objeto puede emplear, y consiste en recurrir a un orden de representaciones donde el objeto es entregado al hombre de una manera a la vez espectacular, enfática e intencional, y ese orden está dado por la publicidad, el cine e incluso el teatro. En cuanto a los objetos tratados por el teatro, recordaré que hay indicaciones preciosas, de una extremada riqueza de inteligencia, en los comentarios de Brecht sobre algunas de sus puestas en escena; el comentario más célebre consiste en la puesta en escena de Madre Coraje, donde Brecht explica muy bien el tratamiento largo y complicado al cual hay que someter a ciertos objetos de la puesta en escena para hacerles significar cualquier concepto; porque en la ley del teatro no basta que el objeto representado sea real; hace falta que el sentido sea separado de alguna manera de la realidad: no basta presentar al público un vestido de cantinera realmente ajado para que signifique el deterioro: es preciso que usted, director, invente los signos del deterioro.
Por consiguiente, si recurriéramos a estos tipos de «corpus» bastante artificiales, pero muy valiosos, como el teatro, el cine y la publicidad, podríamos aislar, en el objeto representado, significantes y significados. Los significantes del objeto son, naturalmente, unidades materiales, como todos los significantes de todo sistema de signos, no importa cuál, es decir, colores, formas, atributos, accesorios. Yo indicaré aquí dos estados principales del significante, según un orden creciente de complejidad.
En primer lugar, un estado puramente simbólico; es lo que sucede, como ya dije, cuando un significante, es decir, un objeto, remite a un solo significado; es el caso de los grandes símbolos antropológicos, como la cruz, por ejemplo, o la media luna, es probable que la humanidad disponga aquí de una especie de reserva finita de grandes objetos simbólicos, reserva antropológica, o por lo menos ampliamente histórica, que resulta, por consiguiente, de una especie de ciencia o, en todo caso, de disciplina, que podemos llamar la simbólica; esta simbólica ha sido, en general, muy bien estudiada, en lo referente a las sociedades del pasado, por medio de las obras de arte que la ponen en funcionamiento, pero, ¿la estudiamos o nos disponemos a estudiarla en nuestra sociedad actual? Habría que preguntarse qué queda de esos grandes símbolos en una sociedad técnica como la nuestra: ¿han desaparecido esos grandes signos, se han transformado, se han ocultado? Son éstas preguntas que podríamos plantearnos. Pienso, por ejemplo, en una imagen de publicidad que se ve a veces en las carreteras francesas. Es una publicidad de una marca de camiones; es un ejemplo muy interesante, porque el publicitario que concibió ese cartel ha hecho mala publicidad, precisamente porque no pensó el problema en términos de signos; queriendo indicar que los camiones duraban mucho tiempo, representó una palma de la mano cruzada por una especie de cruz; para él, se trataba de indicar la línea de la vida del camión; pero yo estoy persuadido de que en función de las reglas mismas de la simbólica, la cruz sobre la mano es aprehendida como un símbolo de muerte: aun en el orden prosaico de la publicidad habría que buscar la organización de esta simbólica tan arcaica.
Otro caso de relación simple -estamos siempre dentro de la relación simbólica entre el objeto y un significado- es el caso de todas las relaciones desplazadas: quiero decir con esto que un objeto percibido en su integridad o, si se trata de publicidad, dado en su integridad, no significa sino por medio de uno de sus atributos. Tengo aquí dos ejemplos: una naranja, aunque representada en su integridad, no significará más que la cualidad de jugoso y refrescante: lo significado por la representación del objeto es lo jugoso, no todo el objeto; hay pues un desplazamiento del signo. Cuando se presenta una cerveza, no es esencialmente., la cerveza la que constituye el mensaje, sino el hecho de que está helada; hay también desplazamiento no por metáfora sino por metonimia, es decir, por deslizamiento del sentido. Estos tipos de significaciones metonímicas son extremadamente frecuentes en el mundo de los objetos; es un mecanismo ciertamente muy importante, porque el elemento significante es entonces perceptible -lo recibimos de una manera perfectamente clara- y sin embargo está en cierta manera anegado, naturalizado, en lo que podría llamarse el estar-ahí del objeto. Se llega de esta manera a una suerte de definición paradójica del objeto: una naranja, en este modo enfático de la publicidad, es lo jugoso más la naranja; la naranja está siempre allí como objeto natural para sustentar una de las cualidades que pasan a ser su signo.
Después de la relación puramente simbólica, vamos a examinar ahora todas las significaciones que están añadidas a las colecciones de objetos, a pluralidades organizadas de objetos; son los casos en los que el sentido no nace de un objeto sino de una colección inteligible de objetos: el sentido aparece de alguna manera extendido. Hay que tener cuidado aquí en comparar el objeto con la palabra que estudia la lingüística y la colección de objetos con la oración: sería una comparación inexacta, porque el objeto aislado es ya una oración; es una cuestión que los lingüistas han elucidado bien, la cuestión de las palabras-oraciones; cuando usted ve en el cine un revólver, el revólver no es el equivalente de la palabra en relación a un conjunto más grande; el revólver es ya él mismo una oración, una oración evidentemente muy simple, cuyo equivalente lingüístico es: «He aquí un revólver.» Dicho de otra manera, el objeto no está nunca -en el mundo en que vivimos- en el estado de elemento de una nomenclatura. Las colecciones significantes de objetos son numerosas, especialmente en la publicidad. He mostrado un hombre que lee de noche: hay en esta imagen cuatro o cinco objetos significantes que coinciden para transmitir un sentido global único, el de distensión, descanso: está la lámpara, está la comodidad del jersey de lana gruesa, está el sillón de cuero, está el diario; el diario no es un libro; no es algo tan serio, es una distracción: todo esto quiere decir que uno puede beber tranquilamente un café, por la noche, sin excitarse. Estas composiciones de objetos son sintagmas, es decir, fragmentos extensos de signos. La sintaxis de los objetos es evidentemente una sintaxis muy elemental. Cuando colocamos juntos varios objetos es imposible atribuirles coordinaciones tan complicadas como las que se atribuyen en el lenguaje humano. En realidad, los objetos -sean los objetos de la imagen o los objetos reales de una obra teatral o de una calle- están ligados por una única forma de conexión, que es la parataxis, es decir, la yuxtaposición pura y simple de elementos. Esta clase de parataxis de los objetos es muy frecuente en la vida: es el régimen al que están sometidos, por ejemplo, todos los muebles de una habitación. El mobiliario de una habitación converge en un sentido final (un «estilo») mediante la sola yuxtaposición de elementos. Un ejemplo: se trata de la publicidad de una marca de té; es necesario, pues, significar no Inglaterra, porque las cosas son más sutiles, sino la anglicidad o la britanicidad, si puedo decirlo así, es decir, una especie de identidad enfática del inglés: tenemos, pues, aquí, mediante un sintagma minuciosamente compuesto, el cortinaje de las mansiones coloniales, la ropa del hombre, sus bigotes, el gusto típico de los ingleses por la náutica y la hípica, que está presente en las reproducciones en miniatura de esos navíos, en esos caballos de bronce, y finalmente leemos espontáneamente en esta imagen, a causa sólo de la yuxtaposición de cierto número de objetos, un significado extremadamente intenso, que es precisamente la anglicidad de la que hablaba.
¿Cuáles son los significados de estos sistemas de objetos, cuáles son las informaciones transmitidas por los objetos? Aquí no podemos dar más que una respuesta ambigua, porque los significados de los objetos dependen mucho no del emisor del mensaje sino del receptor, es decir, del lector del objeto. En efecto; el objeto es polisémico, es decir, se ofrece fácilmente a muchas lecturas de sentido: frente aun objeto, hay casi siempre muchas lecturas posibles, y esto no sólo si se pasa de un lector a otro, sino que también, algunas veces, en el interior de cada hombre hay varios léxicos, varias reservas de lectura, según el número de saberes, de niveles culturales de los que dispone. Todos los grados de saber, de cultura y de situación son posibles frente a un objeto y una colocación de objetos. Podemos incluso imaginar que frente a un objeto o una colección de objetos aplicamos una lectura propiamente individual, que invertimos en el espectáculo del objeto lo que se podría llamar nuestra propia psykhe: sabemos que el objeto puede suscitar en nosotros lecturas de nivel psicoanalítico. Esto no elimina la naturaleza sistemática, la naturaleza codificada del objeto. Sabemos que, aun descendiendo a lo más profundo de lo individual, no se escapa con ello al sentido. Si se propone el test de Rorschach a millares de sujetos, se llega a una tipología muy estricta de las respuestas; cuanto más creemos descender en la reacción individual, más encontramos sentidos en cierta forma simples y codificados: en cualquier nivel que nos coloquemos en esta operación de lectura del objeto comprobamos que el sentido atraviesa siempre de parte a parte al hombre y al objeto.
¿Existen objetos fuera del sentido, es decir, casos límites? Un objeto no significante, no bien es tomado a su cargo por una sociedad -y es imposible que esto suceda- funciona por lo menos como signo de lo insignificante, se significa como insignificante. Es un caso que puede observarse en el cine: es posible encontrar directores cuyo arte consiste en sugerir, por los motivos mismos del argumento, objetos insignificantes; el objeto insólito en sí no está fuera del sentido; hay que buscar el sentido: hay objetos delante de los que nos preguntaremos: ¿qué es esto? Eso genera una forma ligeramente traumática, pero esta inquietud, finalmente, no dura, los objetos proporcionan por sí mismos cierta respuesta, y con ello, cierto apaciguamiento. Hablando de manera general, en nuestra sociedad no hay objetos que no terminen por proporcionar un sentido y reintegrar ese gran código de los objetos en medio del cual vivimos.
Hemos llevado a cabo una especie de descomposición ideal del objeto. En un primer tiempo (todo esto ha sido puramente operacional), hemos comprobado que el objeto se presenta siempre ante nosotros como un útil funcional: es tan sólo un uso, un mediador entre el hombre y el mundo: el teléfono sirve para telefonear, la naranja para alimentarse. Luego, en un segundo tiempo, hemos visto que, en realidad, la función sustenta siempre un sentido. El teléfono indica un cierto modo de actividad en el mundo, la naranja significa la vitamina, el jugo vitaminado. Pero sabemos que el sentido es un proceso no de acción sino de equivalencias; dicho de otra manera, el sentido no tiene un valor transitivo; el sentido es de alguna manera inerte, inmóvil; puede, por ende, decirse que en el objeto hay una suerte de lucha entre la actividad de su función y la inactividad de su significación. El sentido desactiva el objeto, lo vuelve intransitivo, le asigna un lugar establecido en lo que se podría llamar un cuadro vivo del imaginario humano. Estos dos tiempos, a mi entender, no son suficientes para explicar el trayecto del objeto; añadiré por mi parte un tercero: es el momento en que se produce una especie de movimiento de retorno que va a llevar al objeto el signo a la función, pero de una manera un poco particular. En efecto, los objetos no nos dan lo que son de una manera franca, declarada. Cuando leemos una señal del código de circulación recibimos un mensaje absolutamente franco; ese mensaje no juega al no-mensaje, se brinda verdaderamente como un mensaje. De la misma manera, cuando leemos letras impresas tenemos la conciencia de percibir un mensaje. A la inversa, el objeto que nos sugiere sigue siendo sin embargo siempre a nuestros ojos un objeto funcional: el objeto parece siempre funcional, en el momento mismo en que lo leemos como un signo. Pensamos que un impermeable sirve para proteger de la lluvia, aun cuando lo leamos corno el signo de una situación atmosférica. Esta última transformación del signo en función utópica, irreal (la moda puede proponer impermeables que no podrían proteger en absoluto de la lluvia), es, creo, un gran hecho ideológico, sobre todo en nuestra sociedad. El sentido es siempre un hecho de cultura, un producto de la cultura; ahora bien, en nuestra sociedad ese hecho de cultura, es incesantemente naturalizado, reconvertido en naturaleza, por la palabra que nos hace creer en una situación puramente transitiva del objeto. Creemos encontrarnos en un mundo práctico de usos, de funciones, de domesticación total del objeto, y en realidad estamos también, por los objetos, en un mundo de sentido, de razones, de coartadas: la función hace nacer al signo, pero este signo es reconvertido en el espectáculo de una función. Creo que precisamente esta conversión de la cultura en pseudonaturaleza es lo que puede definir la ideología de nuestra sociedad".
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